viernes, 21 de agosto de 2015

Els federalistes no en tenim prou amb la independència (per Siscu Baiges)

El futur de la Humanitat passa per eliminar fronteres entre les persones i compartir drets i deures. Passa per una societat fraternal i solidària que és l’argument de base del federalisme




Sóc dels que creu que l’independentisme no és altra cosa que l’etapa final del nacionalisme. El propi president desaparegut de Catalunya durant 23 anys Jordi Pujol i líder del nacionalisme català uns quants més ho ha reconegut. “No defensava la independència perquè no hi havia les condicions per aconseguir-la”. Ergo, els nacionalistes no són independentistes fins el dia que poden aconseguir la independència.
Per això coincideixo amb els que, com el president del govern espanyol, Mariano Rajoy, –i ja és trist haver de coincidir amb segon qui-, consideren que la reforma de la Constitució no aturarà l’ànsia secessionista.
Passi el que passi el proper 27 de setembre i els dies posteriors, la reivindicació independendista –majoritària o minoritària electoralment- continuarà viva.
Però cal no oblidar que aquest camí no és irreversible. Senegal i Gàmbia van intentar unir-se una temporada. Van formar Senegàmbia, però l’aposta no va reeixir i es van tornar a separar. Rússia es va desmembrar i ara algunes de les noves repúbliques o part d’elles estan sent captades per la vella metròpoli, amb millors o pitjors intencions. Quebec i Escòcia han perdut referèndums de secessió però probablement en faran de nous. Alemanya va estar dividida en dos països a partir del 1949 i es va reunificar en un de sol el 1990.
El camí cap a la independència dels països sembla més irreversible que el contrari. En canvi, el futur de la Humanitat passa per eliminar fronteres entre les persones i compartir drets i deures. Passa per una societat fraternal i solidària que és l’argument de base del federalisme.
Per això, si la Constitució es reforma en sentit federal, els independentistes catalans sincers seguiran defensant la secessió. Però, alhora, si Catalunya algun dia es proclama un país independent els federalistes continuaran defensant i lluitant perquè recuperi una relació fraternal i federal amb Espanya, Europa i la resta del món.

miércoles, 12 de agosto de 2015

Nación de naciones (por Pedro J. Sánchez Gómez*)

Podemos defender que en un estado compuesto la soberanía originaria, la capacidad de constituirse en sujeto político, reside tanto en los ciudadanos como en las regiones que componen el estado. Esto se traduce en que los ciudadanos de cada territorio toman la decisión de unirse en lo que los politólogos llaman momento federalizante. Una nación política de naciones políticas, así entendida, es una de las formas que puede tomar un estado federal en España




España es una nación de naciones, era una frase que repetía mucho el ex presidente del gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero. La frase no era suya y tampoco tengo claro que el ex presidente supiese bien lo que quería decir con ella. Porque el término ‘nación’ se puede emplear para aludir a cosas distintas, aunque mucha gente no parece ser consciente de este hecho. Por ejemplo, la frase de la que hablamos se puede leer como que España es una nación política, esto es, un sujeto de soberanía, compuesta de unas naciones jurídicas, esto es, territorios con un autogobierno. Así interpretada, la frase lo que hace es describir muy sintéticamente un hecho, el de la actual arquitectura constitucional de España. La España de las autonomías es una nación de naciones.
Podría ser que este fuese el sentido que el presidente Zapatero quería dar a la frase, pero me queda la impresión de que de hecho quería profundizar más. No sé si merece mucho la pena hacer exégesis del discurso de nuestros políticos, pero sí es interesante ver las distintas acepciones que se pueden dar al término ‘nación’ en un contexto político. Aparte de las que veíamos más arriba, la nación política y la nación jurídica, cabe por lo menos mencionar una tercera, la nación cultural. Una nación cultural, como su nombre indica, es un grupo de personas, que por lo general comparten un territorio y una historia, que tienen rasgos culturales comunes. No hará falta decir que decidir qué rasgos en concreto son relevantes a la hora de definir una nación cultural, y cuáles no, no es una tarea trivial. Sea como sea, con estas tres acepciones, y haciendo un ejercicio simple de combinatoria, podemos obtener nueve versiones de la frase que comentamos. Curiosamente, ninguna de ellas resulta absurda. Por ejemplo, muchos considerarían que “España es una nación (jurídica) de naciones (jurídicas)" es una buena descripción de nuestro país actualmente, al menos desde que nuestra soberanía se evaporó y nos despertamos convertidos en un protectorado económico del BCE, del FMI y de otras siglas, como, por ejemplo, la RFA. Otra posibilidad empleada comúnmente es “España es una nación (jurídica) de naciones (políticas)”. Si se tiene en cuenta que esa España jurídica es a lo que se refieren (aunque no sean conscientes de ello) los que por no decir ‘España’ hablan del Estado Español, es fácil reconocer quiénes suscribirían esta opción. Pero hay otras combinaciones que son también interesantes.
Veamos primero las que parten de asumir que España es una nación cultural. Pues bien, para empezar, ¿cabe hablar de España en este sentido? Si la respuesta es que no nos habremos quitado de golpe tres opciones, ¿pero no es esto un poco apresurado? De hecho, la respuesta afirmativa es muy común, aunque con matices radicalmente opuestos según quien la sostenga. Tanto la derecha españolista más rancia como los nacionalistas periféricos reconocen sin ningún problema la existencia de una identidad cultural española, aunque los últimos solo sea para dejar muy claro que no es la suya. Pero la cultura española de los primeros tiene un fondo totalitario, y la de los segundos atufa a racismo; ¿no es posible una definición de la cultura española que no caiga en estas simplezas? ¿Cabe definir una cultura común en un conjunto tan diverso como el español? Es una cuestión crucial, también, por cierto, para los independentistas. Por ejemplo, ¿si esa cultura española existe, y está presente en sus territorios, qué hacer con ella tras una hipotética independencia? ¿Es el futuro de España ser una nación (cultural) de naciones (políticas), algo así como se veían a sí mismos los italianos o los alemanes antes de la unificación, por paradójico que resulte? Pero los independentistas, en especial los catalanes, insisten en que su objetivo es la disolución de su tan reclamada soberanía en una Europa unida; ¿acabará siendo España una nación (cultural) de naciones (jurídicas), como por ejemplo, y salvando las distancias, lo es ahora Castilla, dividida dentro de España en cinco comunidades autónomas?
Hay una última opción en esta línea, hipotética pero sugestiva: España como nación (cultural) de naciones (culturales). Por rara que pueda parecer, esta combinación era la más común antes de que se empezase a hablar de soberanía y de ciudadanos. Pensemos de nuevo en Alemania, aunque remontándonos a antes del s. XVIII. ¿Es un horizonte como éste, en el que la soberanía nacional española haya desparecido, y en el que las todas las instituciones sean supranacionales, el que nos espera como país? ¿Y si es así, llegaremos a él como final de un feliz proceso de integración voluntaria y pactada de países soberanos, o será el resultado de la pérdida de poder de los estados en un mundo globalizado gobernado por empresas transnacionales que solo responden ante sus accionistas?
Veamos ahora las dos combinaciones que nos quedan con España como nación política. Una primera opción, fácil de identificar, es la de una nación política de naciones culturales. Se admiten las peculiaridades culturales de cada parte del país, pero esto no se vincula a ningún tipo de reconocimiento político, ni siquiera institucional, de las mismas. Esta España de soberanía centralizada y casas regionales ya no es posible, mal que les pese a algunos. Por otro lado, ¿qué sentido tiene decir que España es una nación política de naciones políticas? ¿No es esta una opción contradictoria? ¿Si la nación política se asocia a la idea de soberanía, cómo puede coexistir una soberanía común de todos los españoles con una soberanía en cada una de las regiones? La contradicción se resuelve, según lo veo yo, echando mano de la idea de soberanía originaria. Se puede defender que en un estado compuesto la soberanía originaria, la capacidad de constituirse en sujeto político, reside tanto en los ciudadanos como en las regiones que componen el estado. Esto se traduce en que los ciudadanos de cada territorio toman la decisión de unirse en lo que los politólogos llaman momento federalizante. Esta soberanía partida deja de ser efectiva tras la constitución del estado, pero sigue estando allí, si se quiere como concepto límite, como garantía de la existencia de cada una de las partes federadas, o incluso como situación a la que retornar si la unión se disuelve. Una nación política de naciones políticas, así entendida, no es ni más ni menos que una de las formas que puede tomar un estado federal.
¿Por qué nación de naciones debemos optar? ¿Está en nuestras manos, me refiero a las de todos los españoles, elegir, o nos vendrá impuesta, ya sea por una de las partes del país unilateralmente, ya desde fuera? Sea como sea, es necesario que seamos conscientes de las posibilidades que se nos presentan, de las implicaciones de cada una, y del margen de elección real del que disponemos. Porque el riesgo de dejar estos asuntos en manos de unos pocos es que acabemos siendo la única combinación que no he evaluado antes: una nación jurídica de naciones culturales. Un mero gestor de diversidades regionales, sin verdadera soberanía, ni en el conjunto ni en cada una de las partes del país. Una especie de UNESCO ibérica, un administrador de instancias sin poder. Un enorme museo histórico y etnográfico a escala real.   

*Pedro J. Sánchez Gómez es profesor del Departamento de Didáctica de las Ciencias Experimentales de la Universidad Complutense de Madrid

lunes, 3 de agosto de 2015

Federalismo e igualdad (por Alain Cuenca*)

La reforma de la Constitución en un sentido federal debería clarificar el grado de equidad interterritorial que deseamos alcanzar -o sea cuán iguales y diferentes queremos ser- y ajustar a partir de ahí el grado de autonomía que habrá de atribuirse a cada territorio


En la “España de las Autonomías” que tenemos y en la “España Federal” a la que muchos aspiramos, se debe resolver entre otros muchos asuntos, la cuestión de la igualdad territorial. Si nos dotamos de un Estado autonómico a partir de 1978 fue para dar respuesta a hechos diferenciales que en cada territorio requerían respuestas institucionales diferentes. Pero más allá de la lengua, la cultura, el derecho civil u otros, me parece que en más de treinta y cinco años no hemos resuelto plenamente la cuestión de hasta qué punto queremos ser iguales y en qué grado queremos ser diferentes. Lo digo desde la perspectiva de aquellos que queremos seguir viviendo juntos. En cuanto a quienes pretenden separarnos, es obvia su posición sobre la igualdad territorial en España.

El grado de aceptación de las diferencias territoriales es todavía difuso y por tanto las reformas que requiere nuestro modelo territorial no bastarán si no mejora en ese sentido nuestra cultura federal


Existen multitud de disparidades territoriales en los servicios públicos que se vienen aceptando con total naturalidad. Permítanme un ejemplo muy simple: los ciudadanos que residen en Zaragoza pagan un 13% más por el impuesto sobre bienes inmuebles que los de Madrid, por lo que recibirán más y mejores servicios de su ayuntamiento. Esto se permite y fomenta desde la Ley de haciendas locales de 1988 y es el fruto de elecciones democráticas cada cuatro años para renovar o sustituir a los responsables políticos que reflejan en sus decisiones las preferencias locales. Por fortuna, en la prensa que leo habitualmente nadie se opone a esta situación.
Sin embargo, es frecuente que se cuestionen algunas diferencias territoriales en los servicios públicos, por más que sean características de nuestro sistema descentralizado. Por citar solo un ejemplo, los derechos de matrícula universitaria han sido distintos desde que se traspasó la competencia a todas las CCAA en los años noventa, pero a partir de 2012, cuando el gobierno central elevó el techo máximo para estos precios públicos, las críticas al hecho de que en Cataluña o Madrid se pague mucho más que en Andalucía o Aragón se han acrecentado. Se cuestiona la diferencia de precios como si la calidad del servicio fuese idéntica y, como es obvio, no es lo mismo estudiar economía en la universidad Pompeu Fabra que en la universidad de Zaragoza, seguramente porque las prioridades de sus gobiernos no son iguales. Con estos ejemplos solo quiero ilustrar que el grado de aceptación de las diferencias territoriales es todavía difuso y por tanto las reformas que requiere nuestro modelo territorial no bastarán si no mejora en ese sentido nuestra cultura federal.
Como ha señalado Eliseo Aja, entre otros autores que han escrito sobre la reforma de la Constitución, debe clarificarse la atribución de competencias entre niveles de gobierno. Asimismo, se requiere la instauración de mecanimos de decisión mediante los que el Estado (o federación) y las CCAA (o Estados federados) adopten decisiones conjuntas sobre asuntos en los que haya una responsabilidad compartida (entre otros, un Senado con sentido federal). Pero el debate competencial no es mi especialidad. En cambio, si puedo decir decir algo sobre el modo de financiar los servicios que prestan los gobiernos autonómicos (o Estados federados si se adoptara esa nomenclatura).

Si se desea que el gasto en las universidades o en sanidad sea el mismo en toda España por habitante, se restaría autonomía de decisión a las comunidades autónomas: si queremos más equidad en los servicios públicos, debemos renunciar a parte de la autonomía que ahora se tiene


Con carácter general, la financiación de los gobiernos subcentrales debe cumplir tres principios: suficiencia, autonomía y equidad; y el modo de satisfacerlos debería inscribirse, en sus aspectos esenciales, en la Constitución reformada. En nuestro actual ordenamiento tenemos dos sistemas de financiación bien diferenciados: el foral y el común. El primero otorga suficiencia y autonomía plenas, pero no contribuye para nada a la solidaridad entre territorios, y por tanto no es equitativo. Es un defecto que no es achacable al concierto vasco o convenio navarro en sí mismos, sino que sería sencillo incluir en el Cupo una contribución a la equidad interterritorial justificada por el hecho de que vivimos juntos, o sea, desde un punto de vista económico, intercambiamos libremente bienes, servicios y recursos humanos, lo que conduce a que la renta per cápita se concentre en determinados lugares.
Por lo que se refiere al régimen de financiación común, los principios de suficiencia, autonomía y equidad se satisfacen en lo esencial, sin perjuicio de que en los tres casos -que no son independientes entre sí- hay margen de mejora. Sólo me referiré ahora a la igualdad en la financiación de los servicios. El principio de equidad se atiende proporcionando a todas las CCAA de régimen común recursos tributarios y capacidad para modificarlos, complementados con fondos de nivelación entre ellas. Sin entrar en los numerosos matices que estos mecanismos sugieren, importa aquí subrayar el hecho de que cada Comunidad Autónoma puede elegir emplear sus recursos como mejor le convenga, dado que no existe ninguna clase de condicionalidad. Y esto se refleja en diferencias entre los territorios en cuanto a los gastos sanitarios, educativos, de políticas sociales u otros. Tales diferencias no son siempre bien comprendidas y se reclama con frecuencia que se eliminen. Pues bien, si queremos ser iguales en mayor medida, será necesario condicionar los recursos a determinadas finalidades. Por ejemplo, si se desea que el gasto en las universidades o en sanidad sea el mismo en toda España por habitante (ajustado a las necesidades), debería ser un gasto condicionado desde el gobierno central, obligatorio para las comunidades. Si así se hiciera, se estaría restando, autonomía de decisión a los gobiernos de las CCAA. Dicho de otro modo, si queremos más equidad en los servicios públicos, debemos renunciar a parte de la autonomía que ahora se tiene.
En definitiva, la reforma de la Constitución en un sentido federal debería clarificar el grado de equidad interterritorial que deseamos alcanzar -o sea cuán iguales y diferentes queremos ser- y ajustar a partir de ahí el grado de autonomía que habrá de atribuirse a cada territorio. En mi opinión no deberíamos alterar lo sustancial en este punto del sistema de régimen común. Actualmente, permite que si así lo desea cada territorio, se garanticen prestaciones sociales estándar, pero tambien que se destinen más recursos a algunas prestaciones, financiándolos con incrementos de presión fiscal o en detrimento de otros servicios. No obstante, el régimen foral debería corregirse y contribuir a la equidad interterritorial porque otorga capacidades de gasto que generan diferencias que resultan insalvables para las restantes comunidades autónomas, salvo que se acepte una asimetría tan profunda como la vigente.