sábado, 31 de diciembre de 2016

Elogio de la duda (por Victoria Camps)


Anteponer la duda a la reacción visceral. Es lo que trato de defender en este libro: la actitud dubitativa, no como parálisis de la acción, que también puede llegar a serlo, sino como ejercicio de reflexión, de ponderar los pros y los contras cuando las vísceras están a flor de piel. Aprender a dudar es asumir la fragilidad y la contingencia de la condición humana que no nos hace autosuficientes. Por eso se inventó la democracia como la mejor forma de gobierno, porque obliga a contrastar opiniones y a escuchar al otro


Este texto es un extracto del prólogo del libro 'Elogio de la duda' de Victoria Camps, Arpa Editores, 2016)


Vivimos en tiempos de extremismos, antagonismos y confrontaciones. A todos los niveles y en todos los ámbitos, pero sobre todo en el político. Una actitud que potencian a su gusto los escenarios mediáticos y que sube de tono gracias a la facilidad con que las redes sociales brindan la ocasión de apretar el gatillo contra cualquiera cuyo comportamiento o mera presencia incomoda. Cordura, sensatez, moderación, reflexión, son conceptos que se esgrimen de vez en cuando y apelan a una forma de vivir juntos más tranquila que la de estarse peleando por cualquier cosa, pero ser moderado carece de atractivo y no sirve para redactar titulares. En un clima como este, la duda ante lo que desconcierta y extraña, en lugar del exabrupto inmediato, sería una forma de reaccionar más saludable para todos. Tomarse un tiempo, pensarlo dos veces, dejar pasar unos días, antes de dar respuestas airadas.
John Carlin aludía a la cuestión en uno de sus artículos: «Me alegro de haber decidido tomarme unas vacaciones de Twitter a principios de mes. Me salvé de caer en la tentación de ventilar mis reacciones a tres noticias: la del concejal madrileño de Podemos y su chiste sobre los judíos; la del Nobel inglés de la ciencia verborreando sobre las debilidades biológicas de las mujeres; la de la activista estadounidense blanca que se decía negra.» (“La turba tuitera”, El País, 2014). No hace falta decir que las noticias en cuestión perdieron interés con la misma rapidez con que se habían convertido en el tema más discutido durante unos cuantos días. Interés real no lo merecían ninguno de ellas, pero las redes sociales echaban humo y había que hacerse eco de las reacciones en toda la cadena mediática, más o menos seria. 
Con estos mimbres, es lógico que no consigamos hacer nada de lo que decimos que habría que hacer: diálogo, buenas maneras, escuchar al otro, paciencia y razonamiento. Anteponer la duda a la reacción visceral. Es lo que trato de defender en este libro: la actitud dubitativa, no como parálisis de la acción, que también puede llegar a serlo, sino como ejercicio de reflexión, de ponderar los pros y los contras cuando las vísceras están a flor de piel. Uno de los valores que quiso transmitir el movimiento de los indignados, hace cuatro años, fue el tono amable y nada ruidoso de unas personas que se reunían y manifestaban para quejarse de casi todo y mostrar su aversión al modo de proceder de los poderosos. En Cataluña, los independentistas se enorgullecen de que una reivindicación tan extrema como la de la secesión se traduzca en manifestaciones de tono lúdico, donde todos ríen y se agarran de las manos en un gesto de cordialidad. La cordialidad es elogiada cuando se muestra, pero es la excepción, no la norma, por eso sorprende. Dan fe de ello las tertulias televisivas, los tuits, las campañas electorales, las sesiones de los parlamentos y las declaraciones mediáticas de unos y otros. Al periodismo le gusta atizar la confrontación porque una información que no produce enfrentamiento no llama la atención. Los movimientos de los indignados, en principio tranquilos, han dado lugar a organizaciones y compromisos políticos que no eluden el extremismo, de
derechas o de izquierdas. Francia, el Reino Unido, Holanda, Dinamarca, países referenciales por su ancestral apertura y tolerancia, se ven impotentes ante las adhesiones que concitan los partidos racistas que han ido apareciendo en la arena política. Y, sin llegar a extremos racistas, hay derivas populistas en Grecia, en Italia, en España, en Estados Unidos. El populismo viene a ser la manera actual de caer en la demagogia, lo que para los clásicos griegos era el signo evidente del deterioro de la democracia. 
Creo que fue Bertrand Russell quien dijo que la filosofía es siempre un ejercicio de escepticismo. Aprender a dudar implica distanciarse de lo dado y poner en cuestión los tópicos y prejuicios, cuestionarse lo que se ofrece como incuestionable. No para rechazarlo sin más, pues eso vuelve a ser confrontación. Sino para examinarlo, analizarlo, razonarlo y decidir qué hacer con ello. Debería ser la actitud que acompañara al uso de la libertad, pues, como dijo mejor que nadie John Stuart Mill, no es libre el que se limita a sumarse a la corriente mayoritaria, sino el que examina antes si es una corriente interesante. La tiranía de la mayoría, según Alexis de Tocqueville, es uno de los peligros de la democracia, una amenaza a esa libertad individual que defendemos con tanta vehemencia frente a las «mordazas» que tratan de imponer los poderes públicos.
El pensamiento es dicotómico: nos movemos entre el bien y el mal, lo legal y lo ilegal, lo bello y lo feo, lo propio y lo ajeno. Las dicotomías sin matices son abstracciones, formas burdas de clasificar la realidad, inútiles y simplificadoras para examinar lo complejo. Es más fácil situarse en el sí o el no porque para hacerlo no hace falta dar argumentos. O soy independentista o soy unionista. De derechas o de izquierdas. Acepto o no acepto a los refugiados. Los matices suponen demasiado esfuerzo. La duda inquieta y es aguafiestas. Es como la pepita que escupo al morder una manzana, un estorbo para seguir mordiendo con tranquilidad.
En los escritos de los filósofos abundan las actitudes dubitativas y escépticas. Montaigne es el gran maestro en el tema, pero no es el único. Montaigne se nutre del escepticismo de los filósofos griegos. Vive en un siglo de cambio, que propicia la duda porque la época es desconcertante. Por eso no escribe grandes teorías, sino «ensayos», su visión particular de realidades que chocan con la nuestra y, al considerarlas y no rechazarlas sin más, siempre tienen la virtud de enseñar algo. Realidades prosaicas, no hace falta que sean trascendentes, para llamar la atención sobre algo que importa. El siglo alumbra esta forma de pensar. En España, Francisco Sánchez se une al movimiento escéptico del que da cuenta en su obra más conocida,  Quod nihil scitur. Ese punto de vista escéptico y dubitativo contribuirá a la gestación del individualismo moderno. Se cuestiona, por una parte, la autoridad religiosa para dar valor al juicio individual, lo que había llevado a Lutero a separarse de la iglesia católica. Se descubre mérica y lo que ha venido en llamarse la «diversidad cultural». Paradójicamente, la afirmación del individuo como la perspectiva desde la que hay que pensar y razonar nace con el descubrimiento de un otro extraño, cuyas costumbres chocan y parecen irracionales. Montesquieu lo dirá claro con una sola pregunta:
«¿Cómo se puede ser persa?»
Aprender a dudar es asumir la fragilidad y la contingencia de la condición humana que no nos hace autosuficientes. Por eso se inventó la democracia como la mejor forma de gobierno, porque obliga a contrastar opiniones y a escuchar al otro. Pero la necesidad de los otros no ha de impedir la afirmación de la propia individualidad, la madurez que consiste en ser autónomo y pensar por uno mismo y en no buscar para cualquier propósito el cobijo y la seguridad que proporciona el grupo. La libertad individual ha sido uno de los grandes logros de la modernidad. Saber utilizarla de forma que no vaya en detrimento de la vida en común y atreverse a utilizarla para ir a contracorriente es el cometido de la ética. Una ética que aspire a ser global tiene que apoyarse en la moderación como virtud básica, porque el saber es limitado y nadie tiene la razón en exclusiva.
Con la duda como norma ocurre algo similar a lo que ocurre con la tolerancia. Está bien tolerar lo que no nos gusta y nos incomoda, pero no todo es tolerable. Está bien dudar y calibrar las distintas posiciones, pero hasta cierto punto. No podemos dudar de todo ni empezar de cero a cada rato. Existe un núcleo de «verdades» cuya puesta en cuestión significa renunciar a los logros conseguidos por la humanidad a lo largo de los siglos. No todo se ha hecho mal y tiene que ser revisado. Por vacías que parezcan, las grandes palabras nos dan pautas de conducta, fuerzan a razonar y explicar por qué la realidad es éticamente deficiente y no encaja en ellas. Contra los dogmas y los prejuicios, hay que esgrimir los valores ilustrados que pueden ser universales solo porque son abstractos. Para llevarlos a la práctica, hay que interpretarlos, lo que implica introducir una dosis de relativismo, otra forma de dudar. Sólo los fundamentalismos esgrimen valores absolutos, irreconciliables con
otros valores igualmente importantes. Lo dijo muy claro Camus: «La justicia absoluta niega la libertad.»
Podría parecer que la actitud dubitativa que propugno tiene como objetivo fundamental poner en cuestión el entusiasmo con que algunos acogen las propuestas de transformación política, social e incluso individual auspiciados por el altermundialismo, las nuevas políticas podemitas, las pulsiones anarquizantes y los movimientos antisistema. Pienso que todas estas tendencias, a menudo descalificadas como populistas, no son sino la consecuencia de haber llegado a un statu quo, en el mejor de los casos, mediocre en cuanto a ambiciones de renovación y, en el peor, incongruente con esos principios ilustrados que las constituciones políticas de los Estados de derecho recogen como válidos. Han sido la precipitación, el dejarse arrastrar por las bonanzas económicas, la ausencia de autocontrol y de templanza lo que nos ha puesto ante un mundo en el que no queremos reconocernos. Ese mundo no surgió de la ponderación y el examen sobre lo que se debía hacer para el bien de todos, sino de la desmesura propiciada por mentes atolondradas y no reflexivas.
Como hizo notar Josep M. Colomer en La transición a la democracia: el modelo español, nuestra transición, que fue moderada y bastante ejemplar, contrasta con una realidad posterior en la que han predominado la concentración de poder, el partidismo, el corporativismo, el clientelismo, las imposiciones unilaterales y la decisiones excluyentes. Ni la moderación ni la prudencia han sido la norma de los últimos decenios, pero tampoco parecen servir de guía de las muchas regeneraciones que ahora se proponen. Si a la evolución de la política, precipitada y poco ponderada, cortoplacista y electoralista, le añadimos las costumbres, el ethos, que propician la economía de consumo, nos encontramos con una realidad en la que el factor característico es la complacencia con el statu quo, el no cuestionamiento de una manera de vivir que no incita a activar ningún mecanismo que se interrogue
sobre el porqué de lo que hacemos.
A lo largo de las páginas que siguen, se comentan y utilizan muchas citas filosóficas. Por deformación profesional, me es difícil escribir sobre cualquier cosa sin echar mano de los filósofos, lo que más he estudiado y enseñado. Más allá de las rutinas del oficio, me gustaría ser capaz de dar cuenta de la utilidad de la filosofía para aprender a dudar y, en definitiva, para aprender a vivir. Acabo de citar a unos filósofos que se propusieron ese ejercicio en sus escritos. Junto a los ya citados, Sócrates, Aristóteles,
Descartes, Spinoza, Hume, Nietzsche, Wittgenstein y otros menos conocidos, pero no menos dignos de atención, salpican e iluminan con su pensamiento lo que pretendo decir a lo largo del libro. Poner de manifiesto que la lectura de los clásicos, filósofos o no filósofos, nunca será una inconveniencia ni una pérdida de tiempo. Aunque la cultura en general no es una garantía para vivir mejor ni tener planes de vida más razonables, despreciarla es carecer de armas para enfrentarse a la brutalidad que todos llevamos dentro. La filosofía, la literatura, el arte, la música, tienen la virtualidad de dejarnos perplejos, de sembrar el desconcierto allí donde todo parecía claro, de estimular la curiosidad hacia lo desconocido, de dar valor a las expresiones ajenas. En una palabra, de introducir complejidad en una existencia que, porque es humana, no puede ser simple. 

domingo, 25 de diciembre de 2016

Solidaridad y federalismo en Europa (por Josep Maria Vegara)

El federalismo europeo debe proponer fórmulas de financiación que reflejen los gastos asociados a los derechos sociales básicos, a las políticas de desarrrollo económico de los territorios, y a las singularidades



La distribución del gasto público admite muchas variantes pero, desde una concepción progresista, existen unos criterios políticos y de equidad que el resultado final debería respetar. Para tratar el tema de una manera adecuada convendría distinguir tres tipos de gasto pues exigen criterios diferentes en cada uno de los casos: los gastos vinculados a las singularidades, básicamente a las identidades nacionales; los gastos asociados a los derechos sociales básicos; y los gastos asociados a las políticas de desarrollo económico.
En el primero de los casos, el gasto vinculado a las identidades nacionales, a las singularidades, como, por ejemplo, el eventual sobrecoste generado por su adecuado tratamiento en el sistema educativo, no responde a una lógica de solidaridad sino de ‘reconocimiento’ que forma parte de la igualdad. Se trata de un criterio a mantener a nivel europeo.
En el caso del gasto vinculado a los derechos sociales básicos hay que considerar que en España, actualmente la sanidad, la educación y la dependencia, derivan de las competencias asignadas a las Comunidades Autónomas siguiendo criterios de descentralización de la gestión y de una concepción política de la solidaridad. A nivel europeo se tratará de diseñar el sistema partiendo de competencias iniciales de los diversos Estados,  generalmente con formas variadas de gestión descentralizada territorialmente.
El gasto correspondiente debe disponer de una financiación adecuada de modo que, globalmente, se respete el principio de ordinalidad que expresa un criterio de equidad puesto que aquellos que realizan una aportación neta a la solidaridasd no deben resultar en peores condiciones que los que se beneficien, en términos de habitante real. El criterio puede generar soluciones múltiples.
En el caso del gasto vinculado a las políticas de crecimiento económico se trata, básicamente, de una competencia del Estado que debe diseñar estrategias globales. Por ejemplo, si el Corredor Mediterranio representa una oportunidad clave para el Levante español y el conjunto de la economía, está justificado un esfuerzo inversor europeo y español.  Lo mismo es válido para ayudar a una región a paliar los resultados devastadores de la crisis de un sector, la mineria, por ejemplo; en este caso estaría justificado sobreinvertir en la misma durante unos años en actividades generadoras de ocupación.
Las políticas de desarrollo territorial deben reflejar prioridades basadas en las necesidades pero también en las oportunidades que ofrecen los diversos territorios. Es un tema políticamente delicado pero distinto de la organización de las políticas de solidaridad relativas a los riesgos sociales básicos.
Desde la perspectiva del federalismo europeo, entre los gastos relacionados con la solidaridad el que presenta mayores retos institucionales es el de la solidaridad territorial: basta pensar en la crisis generada por la primera propuesta de organización del campo después de la reunificación de la RFA y la RDA, en la que diversos landers receptores netos de financiación pasaron a ser contribuidores netos y se opusieron a la misma.
Debido a estas dificultades y retos, el diseño del nuevo sistema de solidaridad es –a mi juicio- el aspecto que requeriría mayor atención ya desde el presente, generando alternativas y valorándolas, incluyendo también el proceso de transición e implantación.

viernes, 2 de diciembre de 2016

No Borders No Nations! (por Marcello Belotti)

Como ciudadano italiano que vive en Barcelona me siento orgánicamente incluido en esta nueva Europa, que no separa, que no construye otras fronteras, sino que lucha para derrumbarlas. Sin lugar a dudas, si Altiero Spinelli estuviese con nosotros, estaría preocupado por el resurgir de movimientos nacionalistas y neofascistas en Europa, que ganan cada vez más terreno, y estaría con nosotros manifestándose en las calles y cantando: No Borders No Nations!



(Intervención de Marcello Belotti en la presentación de Federalistes d’Esquerres en el Parlamento Europeo el 28 de septiembre de 2016)

En 1924, Altiero Spinelli, a quien está dedicado un edificio de este Parlamento, con 17 años, se afilió al Partito Comunista de Italia. Fue el año del asesinato del diputado socialista Giacomo Matteotti a manos de los sicarios de Mussolini.
Entre 1924 y 1927 en Spinelli fue muy activo en la lucha contra la dictadura que se encontraba en fase de ascensión y consolidación.
En 1927 fue arrestado en Milán y se quedó en las cárceles fascistas hasta agosto de 1943, año en que cayó Mussolini:  estuvo preso desde los 20 años hasta los 36 años, seguramente los mejores en la vida de una persona.
Entre 1928 y 1937, además de muchas otras cosas, estudió ruso, español, economía y filosofía; en 1937 fue expulsado del PCI por sus críticas feroces a la dictadura estalinista. En 1976 volvió a reconciliarse con el PCI al presentarse como candidato independiente para el Congreso italiano por el partido de Enrico Berlinguer y siempre por el PCI, en 1979, resultó elegido en las primeras elecciones directas del Parlamento Europeo.
Desterrado forzosamente en las islas de Ponza (1937-1939) y de Ventotene (1939-1943), cerca del golfo de Nápoles, conoció a los más importantes exponentes del antifascismo militante italiano, entre los cuáles figuran Ernesto Rossi y Eugenio Colorni, con quienes luego escribirá el “Manifiesto de Ventotene”. También estaba allí Sandro Pertini, futuro presidente de la República Italiana, aún el más querido de la historia republicana italiana.
En junio de 1941 redactaron el Manifiesto por una Europa Libre y Unida, en el cual plantean crear una Europa políticamente unida e igualitaria para evitar el resurgir de nuevas guerras europeas y de nuevos fascismos.
Me gustaría leer algunos fragmentos:

La línea divisoria entre los partidos progresistas y los reaccionarios recae, por tanto, ya no sobre la línea formal de más o menos democracia, de mayor o menor socialismo a instituir, sino sobre una nueva línea sustancial que separa a los que conciben lo antiguo como propósito esencial de la lucha, es decir, la conquista del poder político nacional y los que consideran como tarea central la creación de un Estado internacional sólido, dirigiendo hacia este objetivo a las fuerzas populares y que, incluso si tienen el poder nacional, lo usarán ante todo como un instrumento para lograr la unidad internacional.
Una Europa libre y unida es la premisa necesaria para el fortalecimiento de la civilización moderna, de la que la era totalitaria representa una interrupción. El fin de esta era reiniciará de inmediato el proceso histórico contra la desigualdad y los privilegios sociales.
La revolución europea, para poder responder a nuestras necesidades, deberá ser socialista, es decir, deberá proponerse la emancipación de la clase obrera y la obtención de condiciones de vida más humanas para ésta (Manifiesto de Ventotene. 1941-44)

Por ello, la federación debe tener el derecho exclusivo de reclutar y emplear a las fuerzas armadas; de llevar a cabo la política exterior; de determinar los límites administrativos de los diversos Estados asociados para satisfacer las necesidades básicas nacionales y de vigilar que no se produzcan injusticias sobre las minorías étnicas; de abolir las barreras proteccionistas y de impedir que se reconstruyan; de emitir una moneda única federal; de garantizar la plena libertad de circulación de los ciudadanos dentro de las fronteras de la federación; de administrar las colonias, es decir, los territorios todavía carentes de vida política autónoma.
La federación debe disponer de un poder judicial federal, de un aparato administrativo independiente del de los Estados individuales, del derecho de recaudar directamente de los ciudadanos los impuestos necesarios para su funcionamiento, de órganos legislativos y de control fundados en la participación directa de los ciudadanos y no en representantes de los Estados federales.
Ésta es, en definitiva, la organización que se puede llamar de los Estados Unidos de Europa, y que es el requisito indispensable para la erradicación del militarismo imperialista.
Pero hace ya mucho que la cultura europea ha superado las mezquinas fronteras nacionales, y tiene ahora un carácter cosmopolita. El nivel más alto de la cultura europea está más allá de cualquier nacionalismo, y está condenado a volverse estéril y desaparecer si Europa sigue por el camino de los nacionalismos, porque este recorrido le quitaría el alimento básico del libre intercambio mundial de ideas, y le impediría ejercer su función natural de mostrar a los Estados menos cultos el camino de la elevación espiritual. La federación europea garantizaría el cosmopolitismo intelectual y la posibilidad de que la alta cultura ejerza su función de guía (Los Estados Unidos de Europa y las diversas tendencias políticas. 1942).

Lejos de desaparecer, el corporativismo se ha convertido en la característica predominante de nuestra época. El corporativismo surge del hecho de que no hay una armonía automática ni espontánea entre los intereses especiales y las necesidades generales de un cierto tipo de civilización.
Para que estas necesidades puedan satisfacerse es necesario establecer normas generales que marquen los límites dentro de los cuales puedan desarrollarse los intereses particulares, y que vayan acompañados de la fuerza suficiente para ser respetados. Cuando la fuerza de los intereses particulares de ciertos individuos o grupos logra romper estas reglas generales e imponer otras en las que sólo cuentan esos intereses, aplastando al resto de la sociedad, dañando y vaciando el modelo de civilización, surge el fenómeno del “corporativismo” (Política marxista y política federalista. 1943).

Lo que decía Spinelli, pese a que hayan pasado más de 70 años, mutatis mutandis, tiene aún una fuerza y una frescura de ideas y propuestas que quizás ni él hubiese podido imaginar.
Nuestra tarea, por tanto, es recuperar esas ideas spinellianas tan vanguardistas y rupturistas de la visión ‘corporativista’ de los estados-nación, actualizándolas por supuesto a nuestros tiempos.
Estoy convencido de que Spinelli hubiese apoyado a los movimientos que hace pocos días se manifestaron en Bruselas contra los tratados económicos TTIP y CETA, y que se hubiese preocupado mucho por el resurgir de movimientos nacionalistas y neofascistas en Europa que en los últimos tiempos han ganando mucho terreno.
También por ello, es necesario que todos los federalistas no se callen, sino al revés que levanten bien fuerte la voz a favor de una Europa unida y social: el federalismo debe entenderse también como un movimiento rotundamente antifascista.
Desde el federalismo, bajo el legado de Spinelli, promovemos una Europa social que se renueve profundamente; en la que se activen mecanismos radicales de democracia participativa; en la que las decisiones tengan su legitimación sólo en el voto popular y no en un grupo reducido de personas; en la que las políticas económicas rescaten a las personas y no a los bancos; en la que los más ricos paguen más impuestos que las clases populares; en la que se fomente un Green New Deal poderoso;en la que las personas extranjeras y extracomunitarias, ya sean migrantes ‘económicos’ o refugiadas puedan encontrar su amparo del hambre, la violencia, y volver a reconstruir una vida de paz y bienestar como ciudadanas y ciudadanos europeos de plenos derechos. Europa, desde siempre, es el resultado de la mezcla, del cruce de culturas, del melting pot en el sentido cultural y también político.
Como ciudadano italiano que ya desde hace muchos años vive en Barcelona, me siento orgánicamente incluido en esta nueva Europa, que no separa, que no construye otras fronteras, sino que lucha para derrumbarlas: recuerdo, a mediados de los ’90, una manifestación muy alegre y divertida en Roma donde se bailaba y cantaba: No borders no nations.
En mi ciudad, Barcelona, se hablan más de 277 idiomas, conviven alrededor de 160 nacionalidades: ésta sí es la Europa que quiero, la de la solidaridad y de la mezcla de culturas y de lenguas.
Por último, como filólogo italiano y traductor de Spinelli al castellano me gustaría referirme a una lingüista estadunidense, Ofelia García, quien en 2014 escribió un libro importante sobre una nueva herramienta para estudiar los usos lingüísticos de las personas bilingües, el de translanguaging o sea una visión dinámica y heteroglósica del bilingüismo que hace hincapié en el hecho de que las prácticas lingüísticas cambian según la situación sociolingüística y no al revés – como muchos nos hacen creer.
El translanguaging se refiere a prácticas discursivas que no pueden asignarse fácilmente a una o a otra lengua sino que son el resultado de la mezcla de las dos; focaliza por tanto la atención sobre el acto del languaging y no sobre un concepto abstracto de la lengua, a menudo definido, construido, a veces incluso inventado por estados-nación, es decir, por esas ‘mezquinas fronteras nacionales’ de las que nos hablaba Altiero Spinelli, y que a través de su legado debemos combatir.
Sí, companyes i companys, sense cap dubte, també l’Altiero Spinelli s’hagués declarat a favor del translanguaging i del plurilingüisme, i hagués estat aquí amb totes i tots nosaltres, i també amb mi en la manifestació de Roma, ballant i cantant: No Borders No Nations!

Vídeo del acto: